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  • Marcelo Legna

Genus 2: Jack Preston

Actualizado: 2 mar 2020



A través del microscopio veía la finísima lámina cortada de un cáncer, proveniente del hígado de un enfermo. Enfocó la lente para ver mejor. Las células del tumor pertenecían al páncreas, no había duda, metástasis.



Apartó la vista de la lente y se giró para anotar algo en una ficha.


Cuando terminó miró el reloj, la una menos cuarto de la madrugada. Se restregó los ojos y se levantó. El laboratorio estaba vacío, con un silencio sepulcral. Se quitó la bata y salió al pasillo sumido en la oscuridad. Caminó casi a tientas, con los ojos poco acostumbrados a la falta de luz. A la vuelta de la esquina recuperó la visión, el fluorescente del área de descanso iluminaba el lugar.


Allí descansaban las máquinas. Se acercó a la de café y metió un par de monedas. Cayó el vaso de plástico y luego el café hasta llenarlo.



De regreso al laboratorio cambió la muestra, dispuesto a rellenar una nueva ficha. Antes de comenzar se detuvo un momento, estirándose para recostarse en la silla. Tras unos instantes acercó de nuevo el cuerpo a la mesa para continuar con el informe. Las letras se entremezclaron al intentar leer lo que había escrito, le pesaban los párpados. Dejó caer la cabeza sobre su mano y cerró un momento los ojos para descansar la vista, su mente quedó en blanco por un segundo.



Sonó el teléfono. Salió de golpe de su letargo.


Se puso en pié y miró el reloj de la pared mientras sacaba el teléfono de su bolsillo. Más de las dos - "Otra vez" - había estado más de una hora dormido. Descolgó.


- …erhj… ¿Sí? – contestó carraspeando.

- ¿Es usted el señor Preston? ¿Jack Preston?

- Sí.

- Soy Richard Frisck, secretario personal del Sr. Ryan Edwards, le llamo para ofrecerle un trabajo.

- Ya tengo trabajo…

- Lo sé, en el laboratorio de un hospital, ¿identificando tumores? Es posible que esto le resulte más interesante. Tiene un largo historial de investigación en el campo de la microbiología y la ingeniería genética, ¿por qué lo ha abandonado?

- Falta de fondos -contestó, frunciendo el ceño.

- El Sr. Edwards está dispuesto a ofrecerle una cuantiosa suma si accede a trabajar para nosotros.

- Disculpe, pero no creo que pueda ofrecerme la suma que necesito.

- ¿Qué? Creo que no me ha entendido, ¿es que no conoce al Sr. Edwards, el propietario de Blueblood Genetics?

- ¿Qué me está ofreciendo exactamente?

- Querría explicárselo en persona si es posible, veámonos cuanto antes. Voy de camino a Nueva York, estaré allí en unas horas, ¿suele ir al “Chocolate Express” verdad? Las ocho treinta es la única hora que tengo disponible, después tendré que salir para otro lugar. Espero verle allí.


Colgó sin más antes de que pudiera decir nada. Él hizo lo mismo, quedándose con la palabra en la boca, y se dispuso a recoger las muestras que había estado analizando. Al terminar se colocó la chaqueta y salió de nuevo al pasillo, apagando la luz del laboratorio.


Cuando se le acostumbró la vista pudo ver, apenas, el camino de delante, en sentido contrario al de la sala de descanso. Al final de él, las escaleras, bañadas débilmente por una tenue luz plateada que provenía del exterior; y, a la izquierda, ambos ascensores, sumidos en la sombra más absoluta.


Llamó para que abriera uno de ellos. De nuevo el fluorescente, al abrirse las puertas, casi le dañó los ojos. Seleccionó el último piso.



Cuando las puertas se abrieron otra vez, en su destino, dio con otro pasillo, y más escaleras. Mientras subía por ellas, buscó en uno de los bolsillos de su chaqueta para sacar una pequeña mascarilla especial. Se la colocó, dejando su boca y nariz cubiertos por ella de manera hermética, y abrió la corroída puerta metálica que daba a la azotea.


Se encontraba envuelto en un ambiente inundado por los ruidos de la ciudad. Coches, música de discoteca, sirenas. El sonido llegaba con cierta suavidad, atenuado por la distancia, pero aún así contrastaba con el silencio del interior del edificio. Caminó por el hormigón, entre grandes respiraderos, hasta encontrar el borde. El bullicio venía de abajo, la calle no descansaba de noche, pero no era eso lo que le interesaba.



Miró hacia arriba. El perfil cortado de la luna menguante, inmensa, apenas se percibía a medias, escondido tras una densa nube negra que se teñía de plata con su reflejo.


A pesar de la mascarilla notaba el olor, el sabor, del aire. Viciado, seco, pero pegajoso, como si un raro polvo inundara el ambiente. Continuó mirando el cielo, tan negro como el carbón, a excepción de la ventana que a duras penas lograba abrir la luna entre las nubes.


Por un momento suspiró, “…Echo de menos las estrellas”.



Una gota cayó sobre su hombro, sin que tardaran en seguirle algunas más. Decidió que era hora de marcharse.

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